El odio es la venganza de un cobarde intimidado.
El heroico pueblo duerme la siesta. Son las cinco de la tarde y el sol se desploma sobre los tejados y las calles en cuesta. La neblina que produce el aire caliente al elevarse sobre el suelo convierte la rutina en espejismo. Es una calima tropical que difumina la realidad y emborrona la polvorienta tierra, las monótonas carreteras y las pedregosas laderas de las colinas. Ajenos a la luz y sus misterios, dos perros sin raza ni collar se disputan perezosamente la sombra de un árbol raquítico. No vuela un solo pájaro. No se adivina la presencia de ningún ser humano: ni juegan niños ni cabecean ancianos. No hay bares y los teléfonos móviles carecen de cobertura. La vida se derrite por los vericuetos de este rincón olvidado de la comarca pacense de La Serena, la llamada Siberia extremeña. La soledad invade el lugar, que sobrevive con el nombre de Puerto Hurraco y que sólo despierta de su letargo estival cuando cae la tarde.
Esta pedanía abandonada en medio de la nada no conoció la electricidad hasta los años setenta, el agua corriente hasta los ochenta y el asfalto en sus calles hasta hace poco más de una década. El cerdo, la oveja, la aceituna y el grano alimentan a los 200 habitantes de esta aldea blanca poblada de oscuros fantasmas.
Al anochecer un viento insignificante alivia el calor y hace del aire una materia respirable. Sólo entonces Puerto Hurraco inicia su lucha diaria por sobreponerse a la historia. Una historia siniestra que, después de acumular durante tres décadas odios, rencores y venganzas, reventó una tarde de 1990 dando lugar a uno de los crímenes múltiples más espeluznantes que se recuerdan en este país. Nueve muertos y seis heridos, varias familias deshechas y el fantasma de la España negra arrastrándose por las páginas de los periódicos y las televisiones de medio mundo.
Son las diez en punto de una calurosa noche de este último verano del siglo XX. El escenario es muy similar al del 26 de agosto de 1990, la noche de la matanza. Las callejas en obras están sembradas de andamiajes, hormigoneras, palas, picachones y montañas de arena y ladrillos. De las puertas entornadas surgen sombras de hombres, mujeres y niños de todas las edades que se acomodan lentamente junto a los umbrales de las casas. Charlan animadamente. Los acordes de la sintonía de El hombre y la tierra, la serie recientemente repuesta por Televisión Española de Félix Rodríguez de la Fuente, escapan por entre las rejas de las ventanas y las puertas entornadas. No es difícil imaginar este mismo lugar nueve años antes...
DEPREDADORES
1990. Pasan unos minutos de las diez de la noche cuando dos hombres vestidos con pantalones de pana, camisas de cuadros y botas de caza se bajan furtivamente de un Land Rover. Serpentean como lagartos entre las sombras y se acurrucan en un callejón del centro del pueblo, a pocos metros de la calle Carrera, el eje sobre el que gira Puerto Hurraco. Evitan la luz y las zonas despejadas. Están mal afeitados. Respiran deprisa, tienen las pupilas abiertas como gatos y los nervios tensos como las cuerdas de un violín. Cada poco tiempo se recolocan las cananas repletas de cartuchos que les cruzan el pecho, tarea que realizan con habilidad, sin necesidad de soltar las escopetas del calibre 12 que llevan en las manos.
Los depredadores al acecho son los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo, de cincuenta y tres y cincuenta y ocho años respectivamente, y tienen muy claro qué es lo que quieren cazar: cualquier hombre, mujer o niño que se apellide Cabanillas.
Los Izquierdo, conocidos como los "Pataspelás", y los Cabanillas, a los que llaman los "Amadeos", son dos familias que llevan treinta años cultivando odio. Cuentan que fue por esas fechas cuando un problema con las lindes de una finca enemistó a los dos apellidos, que terminaron de convertirse en enemigos mortales cuando la historia de amor entre Luciana Izquierdo y Amadeo Cabanillas acabó con la muerte de este, acuchillado por Jerónimo Izquierdo, el mayor de estos últimos, en enero de 1967.
Después llegaron las amenazas, los insultos, los apuñalamientos múltiples en reyertas de diferentes envergaduras... Y la muerte de Isabel Izquierdo, madre de Antonio y Emilio y de cuatro hermanos más, en un incendio intencionado que no se aclaró jamas. Los hijos de Isabel dijeron que el incendio fue provocado por la familia rival. Muchos vecinos afirmaron que durante el fuego los Izquierdo "salvaban de las llamas el televisor, el frigorífico y los muebles mientras la madre se tostaba en una de las habitaciones de dentro". Sea como fuese esta tragedia, lo cierto es que provocó, según posteriores análisis psiquiátricos, "un trastorno paranoide en sus hijos con sobrevaloración de una sola idea: la venganza".
PÓLVORA Y MIEDO
Los escopeteros piensan en esta oscura historia de rencores sin cicatrizar cuando esperan en la calleja la aparición de sus víctimas. No tienen que esperar mucho para ver cómo Antonia y Encarnación Cabanillas, dos niñas de catorce y doce años de la familia rival, pasan jugueteando por delante del callejón en el que están refugiados. No lo dudan. Levantan las escopetas, cargadas con los mismos cartuchos de postas que se utilizan para destrozar la dura piel de los jabalíes, y encañonan a las niñas. Apuntan al pecho y disparan. "Como cuando salimos a cazar tórtolas", dijeron en interrogatorios posteriores.
En el momento en que tiran del gatillo el sonido de los dos tiros se confunde en uno solo. Los impactos del plomo, dieciocho grandes perdigones capaces de derribar un venado en carrera, siegan en el acto la vida de las niñas y siembran la confusión en un pueblo que tarda en reaccionar.
"¡Estáis locos, que las vais a matar! ¿No veis que son unas niñas?", grita Manuel Cabanillas, de cincuenta y siete años, mientras sale a la carrera del bar. Cinco nuevos disparos le dejan mortalmente herido. Antonio Cabanillas, hijo de Manuel, de veinticinco años, recibe un disparo en la espalda cuando intenta protegerse. La confusión se adueña definitivamente del pueblo, las calles son un manicomio. Carreras, gritos y quejidos. Huele a pólvora y a miedo. Suenan los cartuchos vacíos al caer al suelo. Los hermanos Izquierdo, como obstinados matarifes, cargan de nuevo las escopetas y disparan sin tregua. Araceli Murillo Romero, de sesenta años, muere en el acto mientras tomaba el fresco en su silla de mimbre.
LODAZAL DE SANGRE
Sólo José Penco Rosales mantiene la calma y es capaz de recoger del suelo a dos personas heridas en el primer tiroteo y llevarlas en su coche hasta el centro asistencial del vecino Castuera. Al regresar a Puerto Hurraco a por nuevos heridos los hermanos Izquierdo le salen al paso y, antes de que pueda verles, descargan las escopetas contra el cristal delantero. José, de cuarenta y tres años, murió sobre el volante. Los asesinos ya no se ocultan. Caminan por el centro de la calle como en una mala película del Oeste, apuntando a puertas, ventanas y tejados. Manuel Benítez, su hermano Reinaldo y su cuñada Antonia Fernández logran subir a un coche y tratan de escapar alejándose calle abajo. No lo logran: Los hermanos disparan con gran precisión matando a los dos últimos e hiriendo gravemente al primero.
Todo parecía indicar que la venganza estaba consumada. La matanza, sin embargo, no: los vecinos que logran escapar dan aviso en la casa cuartel de Monterrubio de la Serena, de donde parte de inmediato un coche patrulla. Los Izquierdo los reciben con postas. Los dos números de la benemérita resultan gravemente heridos en el interior de su vehículo, antes de poder dar el alto o tratar de defenderse con sus armas reglamentarias.
En este momento de la noche, cuando aún no han sonado las once, Puerto Hurraco es un lodazal de sangre. El balance de víctimas es brutal: siete muertos en el acto y ocho heridos graves, dos de los cuales fallecerían poco después. "Algunos heridos hubieran preferido morirse", afirman todavía los vecinos de Puerto Hurraco. Se refieren a Guillermo Ojeda Sánchez, un niño de ocho años al que los disparos, que le alcanzaron en la cabeza, dejaron hemipléjico. O a Antonio Cabanillas, herido en la espalda y condenado a vivir el resto de sus días en una silla de ruedas.
Los hermanos dan por terminada la montería y se echan al monte. Aplacado momentáneamente su resentimiento, y alertados por la aparición de la Guardia Civil, abandonan el pueblo camino de una sierra que conocen perfectamente.
LA MUERTE EN DIRECTO
Inmediatamente se organiza una batida en su búsqueda. A pie, en todo terreno, a caballo, en helicóptero, con perros adiestrados... 200 agentes participan en una caza del hombre que se prolonga durante una noche larga y medrosa, una noche interminable en la que los vecinos de Puerto Hurraco cierran todos los cerrojos y tiemblan hasta el amanecer.
Cámaras de televisión, fotógrafos y periodistas llegan al pueblo con las primeras luces. Por primera vez en España la muerte y el dolor se van a poder retransmitir en directo: el velatorio de las niñas, los sollozos de los amigos de los muertos, los alaridos de los familiares pidiendo venganza... "Que les arranquen la piel, que maten a sus hijos para que viesen como duele, que nos los dejen a nosotros", ladraban televisiones y periódicos.
Tras nueve horas de rastreo, Emilio, supuesto líder del clan, es detenido cuando está apostado junto a la casa de dos de sus víctimas. "Hemos disparado ahora en agosto porque soy muy friolero", aseguró al ser esposado, "y en invierno se me agarrotan los dedos y no hago puntería".
A Antonio, apodado "el tuerto", le localiza el helicóptero cuando rompe el monte tratando de escapar a la carrera. "Parecía un animal herido", dijo uno de los guardias que le quitó el arma. "Estaba encogido, temblaba de nervios, apenas balbuceaba...". La Guardia Civil les arrastra por el campo delante de los fotógrafos y les encierra en el juzgado de Castuera, lejos de Puerto Hurraco y de más que posibles ajustes de cuentas.
"Si no nos hubiérais detenido, habríamos vuelto a dispararles durante el entierro de los muertos", llegó a decir uno de los detenidos, borracho de sangre y rabia. En el momento en que fueron encarcelados el pueblo herido comenzó a llorar a sus muertos e inició la búsqueda de nuevos culpables. "Ellos no son tan malos como para hacer la barbaridad que han hecho", aullaba el clamor popular, "pero sus hermanas sí: ellas son de la piel del mismísimo diablo".
Se referían a Ángela y Lucía, las dos hermanas con las que los asesinos convivían en la vecina localidad de Monterrubio. Fueron acusadas inmediatamente de inducir al crimen a Emilio y Antonio. "Son dos cuerpos con una sola cabeza" afirmaron los psiquiatras que les realizaron un profundo examen médico.
Ángela y Lucía desaparecieron de la comarca en cuanto se conoció el espeluznante crimen. Abandonaron Monterrubio con destino desconocido, y la policía tardó cuatro días en localizarlas. Vestidas de luto riguroso desde la muerte de su madre, con la mirada crispada, el pelo enmarañado y "el estómago revuelto por lo ocurrido", fueron detenidas en la madrileña estación de Atocha. "Estamos muertas", balbucearon las dos solteronas en el vagón de tren que las devolvía a Badajoz. "Todo el pueblo está en contra de los Izquierdo. ¡Que nos digan a la cara todas esas mentiras de las que están hablando por la televisión!". El informe psiquiátrico ordenado por el juez que instruyó el caso aseguró en primera instancia que las hermanas sufrían trastornos mentales de tipo paranoico, trastornos que podían haber desencadenado la matanza de Puerto Hurraco. "Hay indicios para decretar su prisión por posible inducción", declaró Casiano Rojas, juez titular del juzgado de Castuera.
Lola Sánchez, sobrina de los cuatro implicados en la masacre, se avergonzaba de que su segundo apellido fuera Izquierdo. "Mis tías están detrás de la matanza", declaró a este periódico unos días después del crimen. "Y si salen libres, van al pueblo y las linchan, es su problema. Nosotros no las vamos a acoger ni estamos dispuestas a protegerlas".
Dos años después las hermanas Izquierdo fueron exculpadas, al no encontrar el juez pruebas que demostrasen su implicación directa en los dramáticos sucesos de la noche del 26 de agosto de 1990, y fueron ingresadas en el hospital psiquiátrico de Mérida. Sus hermanos, ingresados en la prisión de Córdoba, corrieron una suerte muy diferente: fueron condenados a 684 años de cárcel. "Su inteligencia", resaltó el juez magistrado, "está dentro de lo normal, hecho que queda corroborado porque eran capaces de manejar un rebaño de unas mil ovejas, tenían fincas arrendadas y tienen, con la crisis que atraviesa el campo, una cartilla de 10 millones de pesetas".
"Ya lo dijo el obispo de Badajoz durante el entierro" recuerda una vecina que aún tiene miedo y no quiere dar su nombre. "Tenemos que pensar que Puerto Hurraco es un pueblo heroico y no perder la esperanza, tenemos que ser capaces de olvidar, perdonar y vivir en paz".