Por fin llegó el tan esperado día, a las 6,00 cruzaba aquellas aparatosas puertas eléctricas del garaje de mi casa, que supuestamente no volvería a ver hasta el día siguiente. La noche era oscura y aunque la visibilidad no era del todo mala, una pequeña neblina empapaba todo de humedad. La luz del vespino alumbraba poco, establecí la velocidad media en unos 70 o 75 Km/h, por lo que en poco tiempo estaría en mi primer destino, Torrelaguna. Los destinos los establecí por las paradas que debía hacer para echar gasolina, como podréis comprobar no fueron pocos (11 nada menos, más otros 11 de vuelta). Mientras avanzaba una sensación extraña me recorrió por dentro, por primera vez, me sentía como si estuviese haciendo algo verdaderamente arriesgado y fuera de lugar, me vino a la mente la imagen de un camión pasándome por encima y aquello me aterró, eran muchos kilómetros y por tanto mucho riesgo.
Llegué sin problemas a Torrelaguna, donde reposté y desde allí me dirigí hasta la N-I. “Autovía del Norte”, decía un cartel, aquello incomprensiblemente me dio ánimos y detrás de un camión de Telepizza surque el valle del Lozoya, repostando de nuevo poco más arriba del precioso enclave de Buitrago. Comprendí que aquel sistema de refugiarme a lado de un camión, de esos que van tan lentos, era el mejor truco para evitar que un trailer o un coche embalado me pasase por encima, ¿qué mejor protección que un armatoste de 15.000 Kg.?, -aquel era un sitio seguro-, pensé, lo único malo era el insoportable ruido que tenía que aguantar a cambio.
Por fin llegué al puerto de Sosmosierra, todo un reto por ascender, disminuí levemente la velocidad, para no forzar demasiado la máquina y subí sin problemas, pero a la bajada del puerto por su parte segoviana, un ruido proveniente de la rueda delantera me alarmó. Aquello no sonaba nada bien, de pronto el velocímetro se volvió loco y comenzó a marcar a su libre albedrío. Me preocupé bastante, no es que la avería del velocímetro fuese algo grave, sino que pensé, que si a tan solo ciento y poco kilómetros de casa ya comenzaba a fallar algo, ¿qué pasaría cuando llevase 400 Km. y todavía me quedase la vuelta a casa?. Aquello, unido a que en aquel instante comenzó a llover, me bajó la moral por completo, me llegó a la mente la imagen de mis padres, los había mentido y me sentía fatal por ello. El ambiente era totalmente gris, las nubes se movían rápidamente hacia las montañas y de pronto sentí que una extraña soledad se apoderaba de mi. Allí estaba yo, en medio de ninguna parte, con frío, lluvia y sin velocímetro, ¿qué pintaba allí? Tuve la convicción de que debía darme la vuelta, de que había sido todo una locura sin sentido, me había dejado llevar por un loco sentimiento que no me había dejado ver la realidad. Jamás había estado tan confundido, un mes preparando todo aquello y ahora....
Como caído del cielo y en el momento más inoportuno, apareció ante mi un cambio de sentido, ¿qué debía hacer?, ¿qué hubiera sido lo correcto me pregunto yo ahora?.
La moto seguía con su incomparable sonido, avanzando ahora entre los llanos, el cambio de sentido se había quedado tras de mi, pues tras un leve desliz, había acelerado a todo gas, dejando atrás toda idea de abandonar. En tan solo unos segundos se había cruzado en mi mente una imagen, era ella, mirándome, como en aquella noche de invierno en la que nos conocimos. Sus ojos castaños parecían estar llamándome desde el horizonte nublado. Por otro lado, apareció la imagen de mi amigo Luis, que se había jugado mucho para ayudarme. -¡No me rendiré ante el primer obstáculo!-, pensé.
Quizás fue éste el momento en el que mi viaje más peligró en su existencia, creo que si hubiera cesado en mi empeño, no me lo hubiera perdonado nunca. De una manera u otra había conseguido salvar este lapsus, ¿qué nuevos obstáculos me esperarían?.
Sorprendentemente, el día se abrió según avanzaba hacia el Norte, el Sol hizo acto de presencia, para luego ocultarse otra vez de nube en nube. A ambos lados, los campos de labor tenían un color amarillento por el frío invierno, la primavera estaba presente en el calendario, pero no en la fría meseta, donde todavía quedaban muchas heladas por caer. Me sentí como una hormiga que avanzaba lentamente en medio de aquella basta llanura, el tiempo parecía haberse aliado con la distancia, pues los kilómetros pasan muy despacio. Cada vez que veía un cartel informativo, me llevaba una gran decepción. “Aranda de Duero 36km”, parecía que había pasado una eternidad cuando veía otro que ponía “Aranda de Duero 30”, -¿solo 6 kilómetros en todo este tiempo?-, aquello me desesperaba por momentos. De pronto se me ocurrió un símil gracioso y recordé las historias de mi abuelo; “Cuando era joven solíamos ir a Madrid en burro, desde aquí, desde el pueblo y cargados hasta......”, me hizo gracia recordar aquello, pensé en la desesperación de ir desde un pueblo de Ávila hasta Madrid, que distaba unos 150 Km. en uno de esos burros perezosos que andan trancas y barrancas, eso si que era la historia de nunca acabar.
Entre recuerdo y recuerdo, llegue casi sin darme cuenta a Aranda de Duero, y es que no hay mejor remedio cuando uno está aburrido, que ponerse a recordar cualquier cosa, así el tiempo parece que desaparece. Allí, una vez más, llené el depósito y recordé las veces que había comido cordero con mis padres en aquel pueblo, en el que por cierto lo hacen de muerte, se lo recomiendo a todo el que pase por aquellas tierras. Aranda sería el pueblo más importante que pasaría hasta mi llegada a Lerma, por cierto, ya estaba en Burgos, una de las 9 provincias que tendría que atravesar aquel día (de Guadalajara tan solo un trozo muy pequeño).
De camino a Lerma, noté algo que me sorprendió, los camiones extranjeros, al adelantarme, guardaban mayor distancia de seguridad que los nacionales, algunos de ellos pasaban que parecía querer lanzarme a la cuneta, por suerte no lo consiguieron, quizás en algo tuvo que ver el truco, antes mencionado, de acoplarme al lado de una de estas moles, pero no siempre era fácil encontrar a alguno que circulara a la misma velocidad que yo.
Los llanos seguían haciéndose eternos cuando uno no estaba distraído, por lo que cualquier cosa era buena para pasar el tiempo. A la derecha, un cartel que hacía mención al Cid Campeador, quedó atrás al instante, recordándome las batallas que en estas tierras se habrían librado entre caballeros cristianos y musulmanes, -¡cuanta historia estoy dejando tras de mi!-, me dije a mi mismo. Pero todavía quedaban muchos pueblos con muchas historias, tanto pasadas, como por venir. Lerma, uno de esos pueblos con tanto encanto como historia, se aproximaba por momentos, otro destino y otro objetivo más. En la gasolinera, que se encontraba a lado de la autovía, tendría un encuentro verdaderamente gracioso, de los que en verdad, terminaría acostumbrándome. El gasolinero, un hombre mayor con acento de pueblo, al ver la mochila atada con pulpos que tenía sobre el asiento, con todos los instrumentos que en ella llevaba (herramientas, aceite y demás accesorios), me preguntó: “-Pero, ¿de dónde vienes, chico?-”, la verdad es que no supe muy bien lo que contestarle, pero movido por una extraña sensación le contesté: “De Alcalá, allí en Madrid, voy a Bilbao a ver a una chica”, el hombre hizo un gesto como si no hubiera escuchado bien y dijo: “¿Cómo dices, que vienes con esto desde Madrid?”, yo asentí con la cabeza, al tiempo que sonreía, El hombre hizo un gesto como de agacharse hacia el motor del vespino y dijo: ¿Y no la has “quemao“?, a lo que yo afirme totalmente orgulloso, “¡esto es irrompible, aguanta lo que sea!”. A aquel hombre solo le falto hacerme el “Dominus Etorbis” y con cara de sorpresa se marchó hacía una pequeña oficina murmurando en voz baja. Era verdaderamente curioso observar el gesto de la gente cuando algo, al parecer, tan impactante les era revelado, pero para eso todavía quedaba mucho viaje para comprobarlo.
Como del interior de un tren, una voz recorrió mi cabeza diciendo: -”¡Próxima estación, Burgos!”-. Y así era, estaba prácticamente en la mitad del recorrido y todo iba perfecto, quitando el pequeño incidente del velocímetro. Era increíble, pero estaba en el sitio exacto a la hora exacta, según los cálculos que días atrás me habían quitado tanto tiempo. -“Por fin estudiar física, había valido para algo”-, pensé mientras recordaba la cara de la profesora de Física y Química, cuando en una ocasión a Luis y a mi nos había pillado hablando (para no variar) y en fin haciendo todas aquellas cosas que se supone no debes hacer en clase, tales como lanzar bolas de papel con un canuto, tirar trozos de goma,....etc. Él caso es que aquel día no dimos palo al agua, nuestros compañeros salían uno por uno al encerado a resolver aquellos interminables problemas que llenaba pizarra tras pizarra, mientras nosotros seguíamos haciendo de las nuestras. En aquel momento la profesora, con la intención de quién pone un castigo, saco a Luis al encerado a resolver uno de los problemas más difíciles y cual fue la sorpresa que se llevaría, cuando éste lo resolvió del tirón, acto seguido me saco a mi a resolver otro y para su decepción ocurrió lo mismo. A partir de aquel día, decidió no decirnos nada en clase, teníamos libertad para guerrear tranquilamente, aunque lo mejor de todo, es que, reconocido por ambos, no teníamos ni idea de cómo los habíamos resuelto. Tengo que decir, que así nos fue luego en COU, donde llegamos a ser el “dúo binario”, cuando él sacaba un 1, yo un 0 y viceversa.
Burgos estaba cerca, un gran páramo me separaba de aquella fría ciudad castellana, “El alto del pastor”, así lo llamaban, por una especie de estatua en honor a los pastores que por estas tierras campan. Temía que de un momento a otro apareciese aquel valle en el que yacía aquella ciudad, pero se hacía de rogar, páramo tras páramo Burgos no aparecía. -¿Se lo habrán llevado?-, pensé mientras sonreía de mi propio absurdo. Por fin, ¡ahí está!, era Burgos, con su inconfundible catedral, entonces en obras. Recordé las veces que había pasado por aquel sitio, al ir a Francia con mis padres, siempre mi madre nos pedía que nos fijásemos en la catedral, que era una de las más bonitas de España, aunque a mi, por aquel entonces me parecían todas iguales. De pronto, un cartel aparcó aquellos pensamientos a un lado y me recordó el verdadero motivo de mi viaje, ella. “VITORIA-GASTEIZ, BILBAO por autopista de peaje, a la derecha”. -¡No por ahí no!- pensé, a los ciclomotores en aquella época, les estaba prohibido el transito por las autopistas, no así por las autovías. Hoy en día el viaje hubiera sido mucho más difícil, puesto que ya no dejan ni por las autovías, aunque creo que esa norma va a cambiar en poco.
Un inesperado problema se presentó ante mí, dos carriles se abrían hacía la derecha y otros dos seguían de frente. El caso era que la mayoría de los vehículos giraban hacía la derecha, hacía la autopista de Vitoria y por si fuera poco a toda velocidad. Yo tenía que seguir de frente, hacia la antigua N-1, con dirección Briviesca, pasando por el estrecho desfiladero de Pancorbo. ¿Cómo pasar aquel tramo sin que me llevara un coche por delante?, paré mi moto antes del cruce, orillándome en el arcén y evalué la situación. Mi librillo de autoayuda, no decía nada de aquella paradójica encrucijada de caminos, estaba visto que no podría cruzar aquello sin arriesgar mi vida en ello, tampoco podía darme la vuelta en una autovía, eso era una auténtica locura. -”¡Dios, y ahora que hago!”- exclamé en alto.
Seguí en dirección autopista de Vitoria, no me arriesgué a convertirme en una calcamonía encima del asfalto, hoy creo que fui bastante responsable al tomar aquella decisión, a lo mejor si no lo hubiera hecho así, hoy no estaría escribiendo esto, sino que más bien habría aparecido en un artículo de periódico; “Joven en vespino, que venía desde Alcalá y se dirigía a Bilbao a resultado...... y bla, bla, bla“. Mi única esperanza era que hubiera una salida antes de llegar a las casetas del peaje y creo que tuve bastante suerte, allí estaba, la salida a la N-1, mi salida, ¡qué casualidad!, ¿no?. Hasta ahora todo me estaba saliendo a pedir de boca, estaba contento por mi reciente acierto y la palabra Bilbao, inscrita en los carteles me subió la moral hasta límites insospechados. Solo había que ver la sonrisa que se dibujaba en mi cara, que se tornó en cara de sorpresa al escuchar una tremenda explosión.
-¡Dios!, ¿qué ha pasado?, exclamé temiéndome lo peor. Por un momento creí que había reventado el motor, pero aquello no era posible, la moto seguía en marcha, ¿de dónde venía aquella explosión entonces?. De pronto noté como la parte trasera de la moto comenzaba a balancearse de lado a lado y exclamé -¡un reventón!-. En este caso el libro de autoayuda si hablaba al respecto: “Orillar la moto hasta sacarla fuera de la carretera, evitando atropello, coger herramientas y cambiar cámara”. Y así lo hice, pero ¿y si el neumático se hubiera rajado?, ¿dónde iba a encontrar uno?. Por suerte éste parecía estar bien, pero aun así me pregunté cómo podía haber reventado tan de golpe la rueda. Por suerte, al instante de orillar la moto, pasó por allí un hombre mayor, dando uno de esos saludables paseos matutinos. En las cercanías de la carretera había una urbanización y parecía venir de allí. Sabía perfectamente que arreglar aquello me llevaría un buen rato, una hora o así, aquello no era como en las competiciones de Moto GP, que te cambiaban una rueda en 2 décimas de segundo. Pero bueno, dentro de lo que cabe no era una avería seria. Aun así y con pocas esperanzas, decidí preguntar a aquel hombre si sabía de algún sitio cercano donde cambiar la cámara, aquello me ahorraría tiempo, pero era bastante improbable que por aquél paraje encontrase algo parecido. Cuál fue mi sorpresa cuando me dijo: -Si, mira, allí en frente-. No daba crédito a lo que veían mis ojos, parecía como si un ser divino lo hubiese puesto allí para mí. A poco menos de 300 metros, una nave industrial solitaria en la que no me había fijado, tenía un cartel que decía: “Neumáticos, Michelin, Firestone, Dunlop, Reparaciones...”, que asombrosa coincidencia, ¡debía tener un ángel de la guardia o algo por el estilo!.
Me dirigí a aquella nave, y un chico joven con perilla salió a recibirme. Cuando vio el vespino, se apresuró a decirme que no reparaban ruedas de moto, yo le dije que tenía una cámara de repuesto y gracias a tal previsión, accedió a cambiármela, -menos mal-, pensé. Mientras la cambiaba, comenzamos a hablar y sin poder evitarlo, la historia del gran viaje salió a la luz una vez más. De nuevo pude observar la cara de sorpresa que aquél chico puso tras escuchar las palabras: “Vengo de Madrid y voy hacia Bilbao”, quedó perplejo, hipnotizado, parecía no poder reaccionar, pero al fin dijo: -”la debes de querer mucho”-. Ahora el sorprendido era yo, porque no recordaba haberle dicho nada de ella, estaba seguro de no haberla mencionado. Desconcertado respondí tímidamente -¿eh?, si, la verdad es que..., voy por verla a ella-, -¿si no, por qué iba alguien a hacer una cosa así?-, respondió él, esbozando una sonrisa de complicidad y diciendo -¡Toma chaval, aquí tienes!, menos mal que no la has cambiado tú, el neumático tenía un mordisco. El alambre debió reventar la rueda y lo hubiera hecho otra vez, pero no te preocupes que ya te lo he arreglado para que puedas llegar hasta Bilbao, ¡suerte!-. Tras esto, no dije nada, me quedé absorto, aquel chico de perilla, de alguna forma había visto a través de mis ojos cuales eran mis intenciones y supe al instante, sin hacerme falta ninguna palabra, que le había entusiasmado aquel viaje y que de corazón me había deseado lo mejor. Aquello fue un gran apoyo en el momento que lo necesitaba, siempre es grato saber que hay gente en el mundo con ganas de ayudar a un completo desconocido cuando éste lo necesita.
Tan solo había perdido media hora exacta, aquello no repercutiría en la hora de llegada, puesto que ya había previsto que algo así podría suceder, siendo esto más probable cuantos más kilómetros hubiese recorrido. Esto, unido al cansancio físico, me había llevado a incrementar el tiempo esperado en el repostaje. Me explico, si en un principio había calculado diez minutos en cada gasolinera, a los doscientos kilómetros había calculado con valor de 15 minutos, de esta forma, estos 5 minutos extras de cada parada se irían acumulando para un merecido descanso o simplemente un incidente como el del reventón. Luego en definitiva, aquel triste suceso se podría camuflar entre estos minutos extras. Había previsto que a las 16,00 horas, debía estar en Baracaldo y estaba totalmente resuelto a hacerlo.
Tras partir desde Burgos, la carretera se cobró un plus de peligrosidad, ya no eran dos carriles para cada sentido, sino uno y repleto de camiones. Era desde luego el tramo que más temía, los camioneros más tacaños, circulaban por allí por ahorrarse unos cuantos duros (entonces no había euros) y no pagar así el peaje de la autopista. El día se había despejado por completo, aunque una suave brisa me recordó que aquel jersey verde de lana, lo había traído por algo, y es que estaba cerca del puerto de la Brújula, un sitio friísimo, donde en invierno caían unas pelonas de infarto. Pero paradójicamente, aquel invierno había sido bastante suave y sobre el valle comenzaba ya en estas fechas, a reverdecer los pastizales. Pueblecitos de piedra aparecían tras las lomas, en un paisaje inhóspito, creando un ambiente puramente medieval. Si no fuese por aquellos camiones ruidosos, aquello hubiera sido como un viaje a través del tiempo, desde luego hacia el pasado, por que aquellos habitantes, parecían sumidos en la más silenciosa soledad. La monotonía de los días, se debía hacer presente con el cantar del gallo al amanecer y el brillar de la luna en las noches claras.
Kilómetro a kilómetro y bajo la protección de un gran camión, paradójicamente también de Telepizza, pasé el puerto de la Brújula, adentrándome en una región de pueblos austeros, que bajo el nombre de Bureba, dominaban la antesala del famoso desfiladero de Pancorbo, ya antes mencionado. Este tramo se hizo bastante ameno, en parte gracias a las curvas, que provocaban una mayor sensación de velocidad. De esta forma, no tarde mucho en llegar al desfiladero y entender en verdad, lo que era haber curvas. El Sol se escondía entre aquellos peñascos grises, dando un mayor negror a las rocas; sentí una sensación de profundidad, como si me hallase en lo más hondo de una gran sima y desapareciese en cada túnel. Recordé por momentos la primera vez que pasé por allí, era a principios de verano y los campos de cereal de Castilla arrojaban un color dorado que resultaba incluso cegador a la vista. El amarillo imperaba por doquier, hasta que el coche de mi padre surcó Pancorbo, al salir fue como entrar en otro mundo, todo era mucho más verde, parecía increíble que en tan pocos kilómetros el paisaje diese un giro tan inesperado; y es que la influencia del Cantábrico ya no estaba tan lejos.
Debía estar atento, en pocos kilómetros debía coger la CL-625, hacia Santa Gadea del Cid, para después cruzar el río Ebro a la altura de Puentelarra, desde donde partiría hacía la coronación del famoso por sus curvas y pendientes, puerto Orduña. Pero antes me aguardaría una sorpresa que más de uno le dejará estupefacto.
Al coger la comarcal leí un cartel que decía: “Bilbao 87 Km.”, desde luego estaba cerca, muy cerca de conseguirlo. Aquello volvió a subirme la moral hacía lo más alto y volví a recordarla, imaginé su rostro al verme y comencé a pensar sobre todo lo que tenía que contarla, eran tantas cosas y tan poco tiempo, que no había ni un segundo que perder. Deseaba que llegase ese momento en el que estuviésemos a solas, como en el pueblo, bajo esa luz tenue, lanzando frases inocentes que no llevan a ninguna parte, pero que tienen tanto significado tras de si, que a veces no hace falta ni llegar a pronunciarlas.
En algún punto indeterminado de aquella comarcal, paré como estaba previsto a repostar el vespino. Allí apareció un hombre de mediana edad, que ya de lejos me pareció de rasgos afeminados, yo no le di demasiada importancia, pues sería una actitud totalmente intolerante por mi parte, juzgar a una persona simplemente por eso; es más, os aseguro que yo no tenía, ni tengo, ningún prejuicio con el colectivo homosexual. Pero la historia que ocurriría a continuación me sacó de mis casillas. El gasolinero, muy dicharachero, sacó una conversación que apenas recuerdo, así entre frase y frase volvió a salir el tema del viaje ante la pregunta ineludible, que una y otra vez me habían preguntado. -”¿Y de dónde vienes con esto?”-, la respuesta, cayó de forma automatizada y como era de esperar, quedó sumamente sorprendido, haciendo un gestó muy femenino al taparse la boca con la mano. Aquel individuo, estalló de felicidad y ahora el sorprendido era yo, al verle con aquel careto y soportando a la vez montones de piropos, que hicieron que me pusiera rojo como un tomate de vergüenza ajena. Decidí romper la conversación con un -”lleno, por favor”-, pero aquel tipo seguía hablando si parar, por lo que me dispuse a abrir el depósito y ha echar el aceite, para ver si cogía la indirecta de que tenía prisa, pero, ante aquella situación, en la que yo estaba allí agachado, el debió de coger otro tipo de indirecta y puso su mano en mi trasero. En aquel instante, los nervios se pusieron a flor de piel y movido por un instinto de autodefensa, me giré dándole un puñetazo, arranqué la moto rápidamente, aprovechando el momento de conmoción por el que él pasaba y con la tapa del depósito envuelta en mi puño, me alejé de allí asustado. Cuando estaba a un distancia suficientemente lejana como para no verle, detuve la moto en la cuneta, el librillo de autoayuda no decía nada sobre agresiones por homosexuales, pero creo que había hecho bien yéndome lo antes posible. Me había salvado de las garras de aquel orangután afeminado, pero ahora, además del susto, tenía un problema añadido, el depósito tenía más aceite que gasolina y la moto no hacía más que sacar un humo blanquecino y petardear. Aquello no era peligroso para el motor, pero sin embargo engrasaría la bujía y posiblemente me tocaría cambiarla, en definitiva, más pérdida de tiempo. Aun así decidí seguir hasta un pueblo cercano, que creo recordar que era Puentelarra, donde el Ebro hacía las veces de limite provincial entre Burgos y Álava.
Una vez más, la suerte estaba de mi lado, el ángel protector que en Burgos me había obsequiado con una empresa de reparación de neumáticos, ahora me obsequiaba con una gasolinera en Puentelarra, donde solucionar aquel problemilla. Ya estaba por tanto en el País Vasco, aunque solo temporalmente, ya que un poco más al Norte, entraría otra vez en tierras burgalesas, hasta que el límite entre la vertiente cantábrica y la mediterránea, que coincidía justamente en el puerto Orduña, me metiese de lleno en Euskadi.
Con el depósito a rebosar y rumbo al Norte, crucé por una zona que me trajo gratos recuerdos, los pueblos de Espejo, Tuesta y Salinas de Añana, todavía seguían grabados en mi cabeza, aunque hacía ya nueve años que no escuchaba aquellos nombres. Todo ocurrió en un campamento de verano, al que mis padres me mandaron cuando tenía tan solo ocho años, allí hice buenos amigos, de los que después no volvería a saber nada, pero que en cambio recordaría durante el resto de mi vida. Me llegó a la mente de pronto, la imagen de un río y una gran pradera, donde todas las mañanas nos bañábamos y donde llegamos a hacer innumerables juegos, tales como un concurso de natación, otro de haber quién aguantaba más debajo del agua, un puente con cuerdas y en definitiva ese tipo de juegos que te divierte a esa edad. Pero curiosamente lo que mejor recordaba era la imagen grabada de un río, en uno de esos días calurosos del mes de agosto, en los que el sol se asomaba tímidamente entre las hojas de los árboles, creando una gama de colores que iba desde el verde apagado del río, hasta el más vivo y claro, verdor de la pradera. Recordaba como los rayos de sol bailaban al son del movimiento de las hojas, y allí, tumbado entre verde y verde, y con la vista perdida entre aquellas hojas, parecía como si estuviese echando un vistazo a través de un calidoscopio. Creo que ese tipo de imágenes son de las que nunca se olvidan y nos sirven al recordarlas, para darnos cuenta del tipo de vida que llevamos en nuestro rutinario día a día cosmopolita.
Aquel río del que os hablo, acababa de cruzarlo, era el “río Omecillo“, de cuya vera no me separaría todavía en unos cuantos kilómetros. Aquel valle me conducía directamente hacía Berberana, provincia de Burgos, pueblo, que aunque pequeño, era de los más importantes de la zona. A partir de allí la cosa cambiaba, una pequeña ascensión me conducía hacía el puerto, pero lo malo no estaba en la cara sur, sino en la Norte.
El ascenso estaba completado