Esta semana no hay introducción, solo una dedicatoria al final. Disfrutadla.
Esta tira está dedicada a lo que fue mi primera consola, que tras más de 20 años de vida y 7 años sin encenderse, con un soplido es capaz de llevarme con ella a mi infancia, a cuando me pasé el primer Sonic del tirón encendiéndola por la mañana y terminando por la tarde.
A cómo contaba los días que quedaban hasta el viernes por la tarde para que mis padres me dejaran encenderla. Está dedicada al cacharro ese de los marcianitos que me iba a volver tonto de tanto mirar colores, al dolor de dedos por esos mandos ortopédicos y esos botones duros.
Dedicada a la búsqueda de trucos y códigos en revistas de consolas. A esas reviews en VHS que veías una y otra vez. Al tener que ahorrar durante meses (o de año en año) para un juego que, lo mismo no te gustaba. Al que si querías probar algún juego, o te lo dejaba un amigo o te lo alquilabas en un videoclub por una ínfima parte de lo que costaba. Porque un juego eran 10.000 pesetas, 60€ que eran muy difíciles de juntar para mi familia en aquellos días.
A esos componentes indestructibles, que daba igual qué elemento los torturara, ya fueran las babas que dejaras soplando en la ranura del cartucho o en la de la consola, ya fueran las migas del bocata de chorizo que estabas merendando mientras jugabas o ya fuera el radiador que estaba demasiado cerca y la sobrecalentaba. Daba igual, funcionaba.
Esta tira está dedicada a todo aquel, que cuando leyó el reportaje de
25 años de Mega Drive, no sólo recordó a la consola, viajó en el tiempo para encontrarse con ella.