En el tubo de Zaragoza. En un local que solo podía calificarse de sórdido, con una barra que tenía una capa de grasa en la que podía investigarse la historia del negocio estudiando sus estratos, servían unas hamburguesas fantásticas. El tamaño venía a ser de un palmo de diametro y solo la carne ya tenía una altura de un par de dedos o más a lo que había que sumarle los complementos clásicos de pepinillos, queso, tomate, lechuga, cebolla o incluso huevo o bacon si pedías la edición coleccionista. El resto del plato lo ocupaba una cantidad ingente de patatas fritas que, al estilo homeopático, recordaban todos los sabores de los alimentos que habían pasado por el aceite en que las habían frito.
Todo un festival de colesterol que servía como curalotodo cuando te lo suministraban a las tantas de la mañana y en un estado, digamos, perjudicado. Al entrar en tu cuerpo la hamburguesa creaba una suerte de agujero negro etílico que absorbía todo el alcohol que hubieras ingerido y te dejaba listo para continuar con tu ruta.
Bromas a parte, esas hamburguesas eran gloria bendita y no es recuerdo del alcohol. En alguna visita a Zgz con la familia las comí estando sobrio y sin espejismos etílicos y realmente eran deliciosas.