No os desaniméis titos, ha llegado la hora del contraataque. Compartamos la sabiduría del Manual del sinvergüenza, capítulo 12, despedida y cierre.
Chapter 12
LECCIÓN DÉCIMA. HOLA Y ADIÓS
Uno de los más graves problemas que plantea el ejercicio activo de la sinvergonzonería, tiene que ver con la forma de terminar la aventura. El sinvergüenza, aunque cínico, es un sentimental y suele tener reparos morales a la hora de enviar a la porra a su circunstancial pareja.
No pocos sinvergüenzas han caído víctimas del matrimonio a causa de estos reparos. Van dejando la ruptura para el día siguiente, una y otra vez, y, cuando quieren reaccionar, hay un cura adoctrinándoles sobre la ceremonia que se avecina.
Sólo es posible, para paliar estas trabas morales, llamar la atención de los sinvergüenzas sobre la forma de actuar de las mujeres ante circunstancias semejantes. Cuando una ha descubierto que ya no quiere al hombre de turno, sea marido, novio o arrejuntado, pocas veces vacila en darle la patada. En estas ocasiones, y sólo en éstas, la sinceridad lo es todo para ellas:
-Ya no te quiero. -dicen.
-No podemos seguir así. Hemos terminado.
Las más sensibles o educadas, añaden:
-Confío en no hacerte mucho daño. Me olvidarás.
Así funcionan en general, con un impecable realismo. Además, mucho más previsoras que el hombre, antes de forzar una ruptura suelen haberse asegurado una nueva y más excitante compañía. Si nos atenemos a las estadísticas, son legión las señoras que, antes de pedir el divorcio, han encontrado un amigo que las comprenda y les ayude a pasar los duros momentos de la separación. Muchas novias oficiales actúan igual, y no hablemos de las querindongas.
A los sinvergüenzas, pues, les cabe el alto honor de vengar a los sufridos corazones masculinos. Muchos son los que vigilan los primeros síntomas de que la mujer está buscando un nuevo acomodo y, antes de que tengan a alguien de reserva, las abandonan, sumiéndolas en la soledad que proyectaban para él.
Pero el auténtico sinvergüenza no debe moverse por odios; ni siquiera por el loable objetivo de vengar a su género, maltratado por las hembras desde hace milenios. El sinvergüenza, todo lo más, debe obrar en legítima defensa tan pronto como comprenda que, de continuar, será él el abandonado o será él el sometido al antiguo rito del matrimonio.
Un pobre sinvergüenza se dejó atrapar por la costumbre. Su última conquista, hermosa pero difícil, consiguió vivir con él e invirtió los primeros meses en revelarse como una soberbia cocinera y una meticulosa ama de casa.
Como había leído novelas del Siglo XIX, le recibía con las zapatillas y la bata en la mano; le conducía entre arrullos a un sillón con orejeras y hasta le enseñó a fumar en pipa. Luego le daba los periódicos o un libro y le contemplaba leer mientras hacía ganchillo, en un silencio que otro más experto hubiera comprendido que no tenía nada de femenino.
El, a los varios meses del tratamiento, acabó cogiéndole cariño y revisando todos sus realistas razonamientos sobre el matrimonio. Ella debió leérselo en la mirada, porque redobló sus esfuerzos: le hizo un jersey, le preparó callos a la madrileña y alabó inmoderadamente su inteligencia.
El pobre miserable vive ahora entre gatos, toma comida precocinada y no puede salir de casa sin hacer frente a los gravísimos ataques de celos de su costilla que, por cierto, cada vez se arregla menos, cada vez sonríe menos y cada vez habla más.
Este no es el destino que quiere para él un sinvergüenza decente, pero, dada su actividad, es el que le ronda más a menudo: una espada de Damocles siempre a punto de caer sobre el pescuezo del interesado. Y sólo hay una forma de esquivar el hado: acumular el coraje suficiente para cortar a tiempo.
Si hay llantos, pues nada, a mojarse en lágrimas con una sonrisa heroica. Si vuelan platos, a esquivar como un buen boxeador. Pero cortando.
El método más eficaz está patentado desde hace siglos, precisamente por ser el más eficaz:
El sinvergüenza, haciendo uso de sus conocimientos especializados, engaña a una nueva mujer y se la lleva a la casa que comparte con la otra. Una vez allí, con un preciso sentido del tiempo, deja que suceda lo que tiene que suceder justo a la hora en que la otra acostumbra a regresar.
Puede darse el caso de que el sinvergüenza y su víctima vivan en casas separadas. La solución es la misma: darle una cita amorosa y dejarse sorprender como se explicaba antes. O dejarse ver por las amigas de la víctima con otra compañía. La ofendida mujer puede conformarse y retirarse por el foro, pero, más habitualmente, pedirá explicaciones:
-Me han dicho que te vieron aquí y allí y en este otro sitio con una fulana.
Se coge aire y se responde:
-Es tu substituta.
Luego se pasan unos minutos difíciles o unas horas difíciles, según la vitalidad de la otra parte, y todo está consumado.
Hay muchas variantes. Si uno tiene una voz clara y algo aflautada, la afina un poco más cuando llama por teléfono la interesada:
-¿Fulanito? -dice- Sí, ahora se pone. ¡Amooor!
Y luego, cara a cara, negarlo todo con la verdad por delante: a esa hora yo estaba solo en casa.
Tampoco es desconocida la variante del anónimo. Es mejor hacerlo recortando y pegando letras multicolores de los anuncios de las revistas del corazón: afecta más a la sensibilidad femenina.
Su amigo se entiende con otra.
Treinta o cuarenta suelen dar buenos efectos.
Pero se ha de ser tajante. Nada de blandenguerías y de dejarse convencer. Como dice la Biblia y no los políticos, que tu no sea no. De lo contrario el sinvergüenza puede acabar como Bernardo:
Cansado ya de la aventura e instruido sobre la forma de ponerle fin, buscó a una sustituta, usando para ello sus métodos habituales. Algún tiempo después había completado la primera fase del desenganche.
La segunda, era ser sorprendido y afrontarlo todo con entereza. Sin descuidar detalle y sabiendo que la primera iba a estar merendando en una cafetería con unas compañeras de trabajo, pasó tres veces por delante de las cristaleras con la segunda debajo del brazo. Acaramelados, prácticamente soldados el uno al otro.
-Amor. -le dijo la primera cuando se volvieron a ver a solas.
-¿Eh? -se sorprendió Bernardo, que estaba preparado para el chaparrón pero no para el cariño.
-Hoy, cuando veía a mis amigas solas o con problemas con sus parejas, me he dado cuenta de que te quiero muchísimo.
-¿Eh? -volvió a decir Bernardo mientras la mujer se le echaba encima.
Ni una palabra de la otra. Un sinvergüenza más cándido hubiera pensado que sus paseos por delante de la cafetería no habían sido percibidos, pero bien claro estaba el cambio de actitud de la mujer: por una u otra razón (quizá una hormona que se hubiera metido por un conducto prohibido) a la primera le parecía excitante el hecho de compartir a Bernardo. Una especie de lucha de encantos con la otra.
Así era: disfrutaba pensando que el hombre las comparaba a ambas y, cuando estaba a solas, se imaginaba ser las dos. Una de esas complicaciones psicológicas que todo sinvergüenza acaba experimentando.
Bueno, pues Bernardo no supo ser tajante. Le hubiera bastando con decir ¿es que no me viste? Adiós. Pero también a él le resultó agradable ejercer de polígamo autorizado. Saber que ella sabía le producía una protectora sensación de impunidad.
Total: un día la primera encontró a un sustituto y, según costumbre femenina, le dio la patada sin ninguna contemplación. Y Bernardo que, atendiendo a dos señoras a la vez, había perdido reflejos, se volvió demasiado solícito con la segunda. Esta, a su vez, se cansó de un sinvergüenza que se portaba como un marido.
Cosas como esta pasan cuando el sinvergüenza vacila en cumplir con su deber. Los líos han de ser necesariamente cortos para que las despedidas sean cómodas y asépticas. Cuando se decide romper, hay que hacerlo en el acto.
E. Libre, por ejemplo, había caído en poder de una mística. Era moderna, pero muy buena chica. Como tantas desorientadas, creía que el sexo ya no tenía que ver con la decencia y Eduardo no tuvo interés en desengañarla. Salvo ser tolerante de la cintura para abajo, era moralista; una persona repleta de religión acomodaticia y de profundas meditaciones sobre la vida eterna.
No llegaba a preguntarle a Eduardo Libre ni adónde vamos ni de dónde venimos, pero se notaba que lo pensaba. Además, entre pensamiento elevado y elevado pensamiento, conseguía ser metódica y ordenada: cuadriculada. Cada cosa a su hora y en su sitio.
Eduardo se citó con ella a la puerta de su trabajo:
-Pasaré a recogerte -le dijo- cuando salgas.
Llegó media hora después y allí estaba ella, tiesa como un palo, lanzando al mundo una mirada que dejaba en ridículo a cualquier rayo láser. Libre, sin bajarse del coche, le silbó.
-¿Cómo te atreves a llegar tan tarde, como si no hubiese pasado nada?
-No es para tanto, mujer. Cinco minutos.
-¡Cinco minutos! -tronó ella.- ¡Cinco minutos!
-No te pongas así.
-Me pongo como quiero. Y, si no te gusta, ya sabes.
Seguramente habló sin pensar, porque no tenía sustituto, pero no soportaba la impuntualidad. Eduardo, que lo sabía, había provocado el incidente para ver si decía aquello mismo:
-Y, si no te gusta, ya sabes.
-Lo siento mucho. -respondió mi amigo con cara de haber recibido un golpe bajo en sus sentimientos. Y puso en marcha el coche para nunca más volver, sin olvidar el último detalle:- Nunca pensé que me echarías así.
¡Qué espíritu selecto! No le tembló el pulso. En cuanto a la conciencia, se la llevó de copas aquella misma noche y ambos, la conciencia y él, le declararon su amor a una camarera que les preguntó:
-¿No será mucho ya?
Apliquémonos el cuento, camaradas. Oremos.
Purgaaandus Pooopulus...