El súpervillano Maldades, naturalmente.
Cara fea. Elegante capa negra. Molaba más. Todos los tópicos de un súpervillano en uno. Les relataré el porqué de mi defensa enconada.
Tardes lluviosas, el sofá y la relajación hogareña. Tele encendida. Yo, trastornado mental en versión niño. Serie infantil a 24 perfectos cuadros por segundo, ¡ahí veía al Supervillano Maldades haciendo cosas atroces como depilar al gato de... un bueno! ¡Cómo me molaban sus maldades políticamente correctas e inofensivas! Verbigracia, a una adolescente inocente la agarraba por las caderas. Con el inocentísimo pretexto de "¡es para mis experimentos!", la cogía porque sí y desaparecía.
Se sabía enseguida, por parte de los repelentes y rubios buenos, el paradero del Mal y la típica chica secuestrada. Realidad. Yo berreaba. Deseaba que el Mal triunfara por mera curiosidad y cambio de rutina, como quien quiere que el Coyote atrape al Correcaminos. Ficción. Llegó el momento. Maldades golpeaba cojonudamente. Buenos, mucha chiripa en sus débiles golpes sabiendo que el guión estaba a su favor. Muy mal estuvo el Mal. Pisó un cable pelado. Actuó de pena -realidad: un ex-luchador de lucha libre interpretaba al Mal, vaya-. Y la diñó. Salvóse la fémina. Los buenos se marcaban el tanto y chocaban sus repugnantes y tersas palmas.
Perra realidad. Mi clase de Primaria. Discusión televisiva. Yo gritaba: ¡El Mal mola! Profundo desacuerdo en el resto del grupo, ¡les oías decir que el Bien molaba trescientas veces más porque sí! Cuántas mañanas perdidas, cuántos tiempos muertos bien aprovechados en pos de la construcción de un extraordinario freak.