Esta mañana he sido testigo de un bellísimo espectáculo.
Illa Diagonal de Bcn, pocos minutos para que el reloj marque las 10:00h. En las puertas se acumula un número extrañamente anormal de personas. Algunos de los que estamos allí ya nos imaginamos el motivo. Cinco siluetas destacan ante las cintas que impiden el paso a la tienda.
Cuatro chicos y lo que parece ser que quizás en algún momento fuera una chica. Miradas turbias, gestos nerviosos. Más propios de una callejuela del raval que de un centro comercial en la zona alta de Barcelona.
Uno de ellos viste chandal gris y unas deportivas blancas llenas de roña, llama especialmente la atención. De su espalda cuelga una pequeña bolsa azul, pero entre sus zarpas mugrientas cuelga otra bien grande, esa que, en breve, tiene intención de llenar hasta arriba. Parece que es el macho alfa del grupo.
A un lado tiene a un ser demacrado, con su sucia coleta y sus enormes bolsas oscuras adornando la parte baja de sus ojos, cuesta creer que sea una chica. Las deportivas Puma que calza y la bolsa cruzada de color gris que va arrastrando, piden a gritos descansar de una vez en el container.
Al otro lado del macho alfa se remueve nervioso un ser minúsculo. Recuerda a un chiuaua. No por su ridículo tamaño, sino porque, pese a todo, parece que quiera disputarle el trono al macho alfa.
Un par más de ellos completan esta amalgama de ninis y despojos sociales. Se descubren un par más de bolsas grandes. Faltan pocos minutos para que se abran las puertas del centro y respiran puro nerviosismo. El chiuaua le hace un comentario al macho alfa y este le responde con un soplido. Parece que vamos a tener espectáculo.
Ante la línea de salida hay, también, un matrimonio mayor, que miran de reojo al grupito.
De repente el encargado del centro, un chico bajito con gafas, se acerca dispuesto a retirar las cintas que impiden la entrada a la tienda. Y es, en escasos segundos, cuando todo ha acabado ya.
El macho alfa es el primero. Le da igual que el encargado de la tienda aun no haya retirado la cinta que le impide el paso. Se abalanza sobre él, no esta dispuesto a perder una milésima. Le siguen, sin dudarlo, el chiuaua, aquello otro que estaba a su lado y el resto de despojos humanos.
Todos abandonan, si es que alguna vez los tuvieron, educación, modales, cortesía, el ridículo y cualquier otra convención social que les exija comportarse como seres humanos. Como si de jugarse un oro olímpico se tratara, arrancan a correr por en medio de la tienda, echando a un lado a la pareja mayor y a quién demonios haga falta. Sacan codos y aprietan los dientes.
Todos los presentes, profanos en la materia, se miran desconcertados, incrédulos, incapaces de encontrar una razón que justifique el furioso remolino que se forma y recorre el establecimiento público. El encargado se gira y maldice. Una voz pregunta si acaso regalan algo.
En la distancia, ya solo se escucha el estruendo causado por el grupo de saqueadores. Antes de girar la esquina el macho alfa iba en cabeza, seguido por el chiuaua. Las grandes bolsas prestas a engullir todo cuanto encuentren en la estantería.
Al girar la esquina otra escena regurgitante agrede la vista. El reparto del botín. El grupo, con la adrenalina disparada y exultante por haber arramblado con todo, en medio de la tienda y con las presas aun entre sus roñosas zarpas, se dispone a efectuar el reparto. La gente decente, esa que no ha antepuesto la caza a su propia dignidad, observa el obsceno espectáculo. La pareja mayor les espeta un, frustrante, “ladrones!”, quizás para exorcizar la rabia y el asco que contagia el inmundo grupo.
Los cinco despojos humanos, pletóricos, conforman un círculo victorioso que, en medio del pasillo, parece mofarse del resto de los que, por segundos, habían albergado ilusiones de conseguir algún trofeo. El macho alfa ordena retirarse a otro departamento a rendir cuentas, quizás para no tentar más a la paciencia de la gente civilizada.
Un par de responsables de la tienda, entre ellos el que ha sido atropellado en la entrada, se han acercado al lugar. Comentan la mala educación de algunos. No puedo evitar reprocharles que esta en su mano evitar estos incidentes. Que sabían perfectamente qué ocurriría hoy, y que lo han permitido. Se alejan repitiendo, no muy convencidos, que no pueden evitarlo.
Al salir a la calle coincido con la pareja mayor de antes que, advertidos por algún nieto, imagino, habían acudido en busca de algún regalo. El hombre aun se disculpa a la mujer, compungido, “podía haberle reprochado más al de la tienda pero no hubiese servido de nada”. Y no dejo de pensar en el sentimiento de euforia que embriagará a aquellos cinco.