Sinceramente, el Barcelona mereció sobradamente seguir adelante en la Champions. Maravillosa exhibición de fe, de sentimientos futbolísticos, de creer en una formula. Una hazaña histórica que pasará a los anales del fútbol mundial. Aunque Luis Enrique diga que no le importa la historia. Lo cierto es que acertó hasta en el hecho de que podían hacer seis goles. Y lo hicieron. Fue como poner una lapida de función a un Paris St. Germain, que no dejará de pasar siempre como un segundón europeo, aunque se le echen todos los petrodólares del mundo. El París St. Germain demostró ser tan sólo un nuevo rico del fútbol, pero medroso, en modelo pánico, en el abismo de su propio vértigo al poder eliminar al Barça.
Un increíble Barça, que no es que jugara un fútbol pletórico, ni siquiera hizo una exhibición balompédica. Tan sólo luchó con la fe de un equipo que estaba sentenciado y quería combatir a muerte contra su propia muerte.
Cuando el Barcelona, incluso, no necesitó siquiera del mejor Messi. Que hubiese sido del equipo parisino si Messi hubiera tenido uno de sus partidos mágicos. El resultado se hubiera asemejado a un resultado de balonmano. El Barça ni siquiera lo necesitó. De hecho, el Paris St. Germain se hizo caca en los pantalones desde el primer minuto de juego y mereció su propia catarsis, su propia tragedia en el Camp Nou. Jamás vi a un equipo con semejante ventaja ceder su voluntad, su estilo, su estigma y hasta su propio orgullo, hasta llegar al más increíble de los ridículos, asombrado por un pánico que le hacían temblar hasta las piernas de sus mejores jugadores.
Divos del balón como Thiago Silva, Rabiot, Verrati, Matuidi y hasta Dexler fueron unos fantasmas que desfilaron por el Camp, sin ni siquiera la vergüenza para cubrirse con un sábana su impotencia mayúscula. El Paris St. Germain, salvo rachas de Cavan y, luego, de Di María fue pasto del miedo, de la cobardía, de la impotencia. Como aturdido hasta quizá por su propio fantasma de la Opera de París.
Algo le pasa a Unai Emery con el Barça. Es como si padeciera un complejo de inferioridad infantil, aunque parecía que se había levantado del diván de su psicoanalista, tras el hermoso planteamiento del partido de ida. Los jugadores son los que ganan y pierden los partidos, pero en este caso Emery es el gran culpable, el mayor miedoso de los entrenadores que he visto en una eliminatoria semejante. Murió de rodillas, implorando que no le mataran. Su prestigio ha caído al vacío. No sabemos si acabará la temporada como técnico del jeque. Y, desde luego, ya no es un entrenador de prestigio. Siempre padecerá el estigma de estos seis goles en Barcelona.
Recuerdo una frase de un escritor, no me acuerdo del nombre, que decía que es imposible que el mundo se quede sin utopías. Es como si placer fuera una tristeza. Hasta el Barcelona demostró que la utopías, incluso pese a la teoría del propio Tomás Moro, siempre existirán para conquistarlas.