Esto lo hemos vivido todos, ya sea en carnes propias, o viéndolo pasar a otros.
En el colegio de monjas yo era el gordito, gafotas, orejiabierto, mal estudiante, pero limpito como un pincel. Tengo buen carácter, era amigo de tó kiski, pero mi círculo eran los 'piezas' del colegio, una tropa de haraganes de cuidado. Desentonaba como un querubín en un correcional.
Si alguno me tocaba la moral, siempre era porque venía de nuevo, pensando: "¿Que hace este empollón aquí?".
Hasta que el empollón se volvía loco y le dejaba la cara hecha un cristo.
A partir de ahí, respeto asegurado. Ver la cara del malote de turno toda hinchada, pidiendo 'Perdooon, perdooon!', no tiene precio.
Jode decirlo, pero es como una manada de perros, o muerdes tú, o te comen. Y si encima eres un 'buenazo', más.