Era el minuto cien.
Andábamos por el segundo seis mil.
Seis mil segundos de sufrimiento. Seis mil segundos de pensar en lo bonito que sería poder ir a Holanda al lado de toda esa gente que hacía parecer que la grada de Nervión fuese de goma. Seis mil segundos en un estadio en el que se almacenaba más energía que en una central nuclear. Energía de rezos y de plegarias. Energía de horas robadas al sueño en las noches anteriores y de anhelos jamás antes sentidos. Energía de Fe, de Esperanza y de Caridad.
La Caridad que implorábamos a los dioses para los nuestros, para nuestra legión de corazones rojos al borde del estallido.
Y desde la banda de fondo Alves la toca suave para Navas, Navas para Alves y Alves otra vez para el Duende de Los Palacios. Desde allí la envía, buscando yo creo que a nadie en particular porque nadie había en los alrededores.
La pelota bota una vez pero nadie la toca. Bota el balón en la nada de nadie. Renato está adelantado al cuero y se gira de espaldas a la portería para ver pasar impotente el balón de su vida; Maresca todavía está haciendo por llegar. Dos defensas han sido arrastrados por el brasileño. El italiano hubiese querido encontrar algo más de gasolina en su depósito con luz roja parpadeante para llegar puntual a la cita más soñada con aquella pelota. Pero espacio y tiempo, como tantas otras veces en el fútbol, en la vida, no ajustan sus parámetros.
Bota el balón.
Y sigue su trayectoria. No va fuerte, no va rápido.
Soledad de un balón que avanza preñado de alegría, a punto de dar a luz.
Pero el balón no lo sabe.
Bota una segunda vez.
Y en ese segundo contacto con la hierba el balón ya sabe que en milésimas de segundo una bota le golpeará con la fuerza de cien mil corazones concentrados en la zurda de un chaval de Nervión.
Está solo Puerta. Rafinha se da cuenta de su mortal error al ir a tapar a Renato. Se gira y quiere convertirse en muralla, en dique, en pared de cemento.
Pero el látigo del chaval de Nervión ya ha sido lanzado y cruza el espacio sin posibilidad de marcha atrás.
Y Rafinha sólo puede encogerse. Encogerse porque sabe que el volcán sevillista está a punto de estallar.
Se posiciona Puerta. Se gira levemente a su derecha, el cuerpo todo. Venía en carrera el 27 con la mirada fija en el Duende con el que compartió tanto albero y tanto polvo masticado en las bocas resecas, mañanas de Carretera de Utrera. Venía en carrera y la pedía, con la mano alzada. La pedía y pedía a los dioses una oportunidad.
Los dioses fueron generosos. Y tras perfilar el escorzo perfecto, allá inclina el cuerpo, allá suelta la izquierda y en ese momento, en ese momento de unión perfecta entre el cuero de la bota zurda en su parte exterior y el cuero del balón…
Ahí, justo ahí, es cuando se congela la noche. Se detiene todo, hay un flash. Hay noventa mil ojos clavados en esa cópula fugaz de cueros que se encuentran porque nacieron para encontrarse. Hay cientos de miles de corazones que, en algún lugar del mundo, en todos los lugares del mundo, esperan.
Esperan, siguen esperando. Esperando desde hace más de cien años.
Hay un stop en nuestras vidas. Las leyes físicas se cortocircuitan y el tiempo se estira como el chicle de fresa con sabor a nada que estiraba cuando era pequeño, demasiado pequeño, y el fútbol era para mí otra cosa, desde mi asiento de Preferencia en aquellas mañanas soleadas de inviernos infantiles haciendo como el que ve al Sevilla Atlético, con mis pipas y mis estampitas de Bazooka Joe.
Pregunto a los demás sevillistas y casi todos coinciden: se para el tiempo. Dios le da al botón de pausa de su mando a distancia. Creo que lo hace, magnánimo en su Grandeza, para que ese medio segundo de éxtasis supremo no pase tan rápido como pasa medio segundo.
Tarda más en pasar. El balón dibuja el arco perfecto, la parábola soñada, la curva de la felicidad.
Y sí.
Sí.
Besa la red y, como si cada nudo de la red fuese un imán y la pelota fuera de hierro, no se despega de ella y se pasea por dentro como queriendo sentir su tacto casi hasta el rincón opuesto.
Pegada la pelota a la red como los gatos se pegan a tus piernas en invierno.
Gol.
El GOL.
El Big Bang que nos cuenta Hawking no debió diferir mucho de lo que sucedió inmediatamente después.
El término Big Bang se utiliza para referirse específicamente al momento en el tiempo en el que se inició la expansión observable del Universo.
Y eso fue lo que pasó.
Ese minuto cien del día 27 en el que el 27 golpeó con su pierna zurda la pelota que venía enviada por el Niño Jesús fue el momento en el tiempo en el que se inció la expansión (europea) observable del Universo.
Del Universo Sevillista, claro está.
Y, al igual que sucede con esos ingenios técnicos que parecen haber captado el eco de esa explosión primigenia, dentro de cientos de miles de años, los científicos serán capaces de escuchar un eco lejano que se podrá ubicar en un punto del planeta Tierra que alguna vez fue el Sur de todos los Sures.
Un eco rotundo y lejano, saturado de energía cuyo sonido será muy similar a un infinito rosario de “oes” con una ge al principio y algo que parece ser una ele al final.
fuente:
http://www.jesusalvarado.com/2006/04/30/el-gol/